Un camisón de textura fina, blanco, semitransparente; apenas disimulaba la tersura de sus pechos. Los cordones del tanga con anillas que tenía puesto, como si fueran a hundirse en las carnes de sus potentes caderas, se dejaban ver con suficiente claridad cuando se miró al espejo; recogió su pelo en una coleta con una gomita marrón oscuro, lo que resaltaba su cuello anillado, ese cuello que en tiempos encandilaba a su hombre.
A ambos lados del cuello se echó dos gotitas de Carolina Herrera. El camisón era largo, dejando ver unos tobillos magistralmente moldeados por su naturaleza.
Tenía asumido que ya casi vivía en poligamia y no le montaba escenas a su marido por ello, aunque su "éste" no estuviera casado con la otra.
Entendía que era africana de la Guineana Ecuatorial, y como tal, tenía superados los recelos a compartir esposo. El que su marido pretendiese a otra mujer no le suponía mayores problemas.
Lo que tengo que hacer, se dijo, no es otra cosa que luchar por el lugar que me corresponde como primera esposa, si es que lo puedo lograr.
A pesar de lo abstracta que es la esperanza, el ser humano tiene esa cosa inefable, indescriptible, que le aferra a una saludable solución remota ante los avatares de la vida.
Ocurre a menudo, por desgracia, que muchos de nuestros sueños nunca se hacen realidad ni cambian las cosas ni a las personas. Si no sabes sobreponerte ante la adversidad y superar tus pérdidas, las frustraciones, el ocaso de una ilusión, pueden clavarte una espina de por vida en el alma.
Cuando la guineana de la Guinea Ecuatorial alcanza el salón para hablar y hacerle compañía a su marido, encuentra que éste ya estaba roncando, repantingado en el sofá, la cabeza ladeada, un vaso medio lleno sobre el regazo; el vaso caería al suelo con cualquier leve movimiento.
A pesar de su decepción, la mujer le quitó el vaso, lo colocó sobre la mesa. El paso siguiente fue quitarle los zapatos y los calcetines. Agarrando los pies de su esposo, lo extendió según la largura del sofá; posteriormente cogió un cojín y se lo colocó debajo de la cabeza.
Como hacía calor y el señor estaba vestido, no precisó cubrirle con una sábana. Se quedó la chica ahí un buen rato observando al hombre que la había traído a España. Tras colocarle bien la cabeza, se dio cuenta que había dejado de roncar y la respiración se le hizo mucho más pausada.
Mientras se retiraba al cuarto de dormir, le vinieron a la memoria con abrumadora nostalgia los escenarios donde el hombre empezó a cortejarla.
***
Convertida en una mujer voladora vio cómo planeaba sobre el mar Mediterráneo, volaba tan alto que al mirar hacia atrás pudo volver a ver Madrid como puntos de luces en la bruma; alcanzó la costa africana, atravesó Marruecos. Estaba sobrevolando la antigua Sáhara española cuando una tormenta de arena, impulsada por el Harmatán la obligó elevarse de altitud.
Un poco antes de alcanzar el Sahel, descubrió un oasis en la lejanía; sentió reseca la garganta, tenía sed. Aceleró el vuelo, y en poco tiempo descendió en picado como un halcón a la caza de un conejo. Calculó la distancia al suelo cuando decidió tomar tierra de pies, como si estuviese levitando.
Mientras volaba sobre el desierto del Sáhara, se sintió embargada por una inmensa felicidad tal que cuando tomó tierra en aquél oasis, obsequió al tuareg que le dio la bienvenida con una amplia sonrisa.
- ¿Cómo le va el viaje señorita? – le preguntó el tuareg con un turbante magistralmente colocado sobre su cabeza-.
El tuareg lucía aquél atuendo colocado con esa habilidad que solo se adquiere con el hábito y la experiencia. Kandora o chilaba amplia y el turbante que llevaba puestos aquél señor de edad incierta eran de color beige claro. El hombre del desierto le tendió la mano.
- Muy bien, señor, gracias –respondió la chica voladora eufórica -.
- ¿De vuelta a casa? – preguntó el hombre mientras conducía la chica a la entrada de una lujosa jaima-.
La jaima, decorada con alfombras persas y mobiliario de Damasco, tallas de madera de ébano de Dar-es-Salaam, retratos de antiguos guerrilleros tuareg hacían gala de la estirpe y estatus del anciano en las paredes de la vivienda; calaveras de extraños y exóticos animales, seguramente recogidas en los claros del sáhara; pieles de cocodrilo del Nilo disecadas, adornos de marfil de Lilongwe, Malawi; tallas en acacia de Abisinia, conchas de la tortuga marina de Zanzíbar, espadas del pez de su nombre capturados en aguas del Golfo de Guinea.
Cualquiera se preguntaría si los tuareg conocían el arte de la cetrería, pues había en la jaima un halcón amaestrado que miraba con curiosidad desafiante a la guineana. El anfitrión tranquilizó a la maltratada.
- Es un animal muy noble, no te haría daño querida, más aun si lo he amaestrado yo mismo.
- Gracias, señor, muchas gracias – agradeció la joven muchacha-.
No faltaban mapas cartográficos del Sáhara, se diría que aquél hombre tenía el desierto del Sáhara en su jaima o sería mejor decir en su mente.
- Me recuerdas a mi bisnieta –continuó hablando el hombre-; guapa como usted, señorita; inquieta, con ansias de libertad – se ruborizó la chica, esas palabras la emocionaron -.
- Sí, señor, llevo algún tiempo sin volver a los lugares donde nací y crecí – respondió afable la joven mujer -, lo echo mucho de menos – añadió -.
- Eso es bueno, señorita – terció el anciano -; mantiene su espíritu unido a los suyos y a sus raíces. Por favor, siéntese, vuelvo enseguida – invitó el hombre-.
El tuareg entró en una estancia contigua franqueando espesas cortinas. A la vuelta, el anciano le tendió un cántaro antiguo de cerámica bien conservado y un vaso hecho con cristal de Nubia.
- Respire hondo, hija y bebe cuanto quiera. Tiene usted buena estrella, señorita. Agradables sorpresas la esperan y en algún momento su espíritu encontrará la paz y la libertad que anda buscando. Y como no quiero entretenerle más de la cuenta –dijo amablemente el señor-, le doy mis bendiciones para que encuentre su paz interior y su felicidad.
- No tengo palabras para agradecerle su hospitalidad, señor – agradeció la chica y agregó-: siempre le tendré en mi corazón.
- Los espíritus de sus ancestros le acompañan, hija. ¡Anda!, ya puede continuar su viaje.
La guineana de la Guinea Ecuatorial bebió con avidez sin decir palabra. Observó con ternura a aquél hombre amable y se dijo para sí: “en verdad, es un hombre de honor”.
El señor llevaba una tupida barba fina y blanquecina; una mirada escrutadora y sincera, el torso ligeramente encorvado. Estimó la chica que podía medir algo más de metro noventa, pero no pudo determinar su edad.
Se despidió de ella nada más salir de la jaima con un abrazo paternal.
El hombre ataviado de una chilaba con mangas largas y anchas, se quedó agitando el brazo levantado mientras la chica se alejaba.
La muchacha reanudó su vuelo. Parecía haber elegido sin saberlo la misma ruta que Iberia, la que tomara la aeronave española cuando ella se trasladara a España con su marido. Atravesaba Mali mientras Tombouctou iba quedando para atrás. La noche estaba estrellada y África se veía inmensa por debajo de ella, con una atracción gravitatoria de la que no parecía poder eludir.
Arreciaban los alisios y contraalisios por lo que la chica tuvo que bajar su altitud de vuelo.
Solo llevaba puesto un fino camisón con el que se había metido en la cama. Ya empezaba a tener frío.
Aquí, ya en las proximidades del Ecuador, si caía en la zona de Convergencia Intertropial por la fuerza de los alisios, ni el mismísimo don Gaspar Coriolis podría salvarla.
Bajó de altitud lo más que pudo. A partir de eso se sintió revitalizada, aspirando aromas del sano y fresco aire que desprendía la tupida selva africana.
Nuestra protagonista alcanzó Nigeria por Sokoto, atravesó Abudja pasando por Kaduna; pasó por Enugu. Cuando alcanzó Port Harcourt, a la altura del Delta del Níger, empezó a vislumbrar la iluminación brumosa de Malabo como luciérnagas perdidas en la noche cerrada.
En un lapso de tiempo alcanzó Malabo con una sonrisa de felicidad de oreja a oreja. Malabo la recibió con una lluvia torrencial, a lo que tuvo que cambiar su plan de vuelo incial y puso la vista en dirección a Bata.
Sobrevoló la capital continental guineana como embargada por la ansiedad y la nostalgia, esperanzada por abrazar a los suyos. No quiso darle más vueltas y se dirigió a su pueblo natal.
Tomó tierra levitando en una carretera de grava a medio kilómetro de la casa donde nació. Evitaba impresionar a los aldeanos con que fuera una mujer voladora.
Al acercarse a su casa, la primera persona con la que se topó fue su madre. Madre e hija se fundieron en un abrazo casi interminable. A la pregunta hecha por su progenitora, “¿cómo está tu marido, hija?”: la guineana de la Guinea Ecuatorial quería abrir la boca para decirle algo a su madre; pero, no podía. Quería hablar y no podía articular palabra. Se debatía entre gritar o hablar; en ninguno de los casos le salió la voz.
De un momento a otro, su madre, de repente, se convirtió en un monstruoso espectro que la quería estrangular en la sospecha de que su hija no estaba cumpliendo con los preceptos de la buena esposa.
En España acababan de dar las cinco y media de la mañana. En ese preciso momento, a las cinco y madia de la mañana, hora peninsular española, pataleando desesperadamente la chica por librarse del espectro, a punto estuvo su madre de meterle la mano por la boca para arrancarle las cuerdas vocales, cuando una extraña fuerza se apoderó de ella, justo cuando estaba al borde del precipicio.
El espectro, mientras, con una voz que parecía surgir de las profundidades abismales de una siniestra caverna gritaba a la chica con voz gruesa:
- ¡Haaablaaa…!, ¡haaablaaa!, ¡haaablaaa!
En un último esfuerzo por no morir destripada por lo que parecía su propia madre convertida en monstruo, la guineana se sacudió con todas sus fuerzas.