El ascensor.
Entramos en la discoteca alrededor de las cuatro de la mañana, uno de los clubes nocturnos de la localidad que abren de cuatro de la mañana hasta mediodía. Bailamos, pierna y pierna solapadas, mi mano en su cintura y la pista nuestra.
El mundo giraba solo entorno a nosotros, como si nadie más hubiera en este planeta. Prácticamente la ahogaba a besos mientras bailábamos.
Todavía me pregunto por qué los dioses me hicieran tan afortunado: su mirada, una tentación que aún no logro superar, el contorno de su rostro, sus mejillas de adolescente, el paso firme y el giro preciso; la chica de Bata, un vicio para la felicidad, la mía.
A la salida de la disco, agarraditos, fuimos caminando contando las estrellas del firmamento: ¿qué parte del mundo no era nuestra?
Ya era domingo, y hacía cosa de doce horas que la ciudad se había sacudido el sopor del cansancio, mientras nosotros siquiera habíamos empezado. Iba la gente a sus cosas y nosotros a la nuestra, tratando de alcanzar nuestro portal en la Plaza de la Milagrosa.
Cuando alcanzamos el cruce de los caminos del devenir, la chica de Bata sugirió un juego. Dos calles, casi paralelas, concurrían al edificio donde estaba nuestro apartamento.
Dijo la chica de Bata: 'veamos quién llega antes al portal; tú por ahí, yo por esta calle'.
Apreté el paso sin correr; pero, cuando llegué al portal, encontré a la chica de Bata respirando como si le estuvieran arrancando el aliento de vida. No hice muchos comentarios; solo la dije: 'mi niña..., has estado corriendo, creo que has hecho trampas'. Se abrazó a mí mientras nos reíamos.
A veces parece que su temperatura corporal es más alta que la de mi cuerpo, tierna, candorosa, juvenil. Cuando me miró, la clara de sus ojos, primero encendió mi alma y, después, tiró de mí, como si me tragara un remolino del Muni; no pude hacer otra cosa que hundirme perdidamente en su mirada mientras la besaba.
Me hundí perdidamente en su boca mientras de espaldas metía la lleve en la cerradura del portal. Caminé de espaldas, mi boca pegada a su boca, hasta que alcanzamos el ascensor.
Una vez en el ascensor, Julio Verne quiso que viajáramos hasta la luna, y ya en la luna, una vez más, el francés quiso que viajáramos al centro de la Tierra.
A mediodía de aquél domingo, la chica de Bata y yo secuestramos el ascensor de nuestro edificio, y tanto fue así que el ascensor estuvo prácticamente subiendo y bajando sin parar, nosotros desparramando adrenalina como dos caballos desbocados, y con el riesgo de que algún usuario nos descubriera.
Nos quisimos, nos deseamos, y nos amamos como si fuera la primera vez. Ya de vuelta para casa, mientras caminábamos, a menudo de cada paso, la besaba, me hundía en su mirada y la acariciaba el pelo y la espalda...
En el momento que le di al botón para la última subida, el ascensor obedeció de inmediato: cielo y Tierra se juntaron, el último glaciar de Escandinavia derritió, tal que el Mediterráneo aumentó de caudal mientras el Muni hinundaba los pueblos ribereños a su cauce; la Antártida se movió unas millas hacia la Patagonia mientras el canal de Panamá separaba aún más las Américas; entonces, Herbert Von Karajan estaba interpretando la Cuarta Sinfonía de Johannes Brahms en la Ópera de Varsovia, el Four Seasons de Vivaldi brotando de las profundidades del Mediterráneo.
Cuando el ascensor llegó a nuestro destino, me pareció que el mundo había vuelto a ser el mismo. O sea, el Kilimajaro seguía en Tanzania, el canal de Panamá seguía en su sitio, el Nilo besando al Mediteráneo como desde hace milenios, y la chica de Bata seguía siendo mía, porque la quiero.
Bk
El Muni