El hombre era dos años mayor que su esposa cuando se casaron. Se habían querido mucho, muchísimo, hasta la fecha. Lo habían compartido todo; parecían renovar su compromiso de amor todos los días del año.
Salvo la hoja de tabajo natural que compraba con regularidad de un vendedor ambulante, el marido no tenía más vicios que señalar: no trasnochaba ni tenía inclinación al juego. Su vida transcurría felizmente entre su trabajo, su casa, junto a su mujer y los días que se juntaba con los amigos del tornéo.
Si salía con los pocos amigos que tenía, era para ir alguna vez a ver un partido de fútbol o participar en un torneo de damas o de "Akong" en los que no se apostaba dinero.
La feliz pareja vivía en Bata donde él y ella trabajaban. Aún no tenían hijos, cosa que la mujer ya empezaba a temer, pues ya pasaban de los treinta él, de los veintiocho ella. Eso sí, tenían planes.
Siempre se les veía salir juntos a visitar a familiares o amigos. Lo suyo se parecía a una pareja de palomas, siempre juntos; iban de la mano por acá, de la mano por allá. En las fiestas de sociedad, su asistencia, si podían asistir, duraba siempre lo justo, relacionándose con los amigos y las amigas de siempre.
Todo iba de maravilla hasta que un día el carácter del hombre empezó a volverse arisco, huraño y ensimismado. Parecía rehuír la mirar de la gente, sobre todo la de su guapa esposa: una mujer de generosos atributos, muy femenina y cariñosa toda ella.
Desde algún tiempo y sin saber el por qué, la mujer empezó a soportar las ausencias injustificadas de su marido en las horas que siempre estaban juntos. En ocasiones, volvía a casa apestando a alcohol, se tiraba en la cama sin siquiera dirigirle la palabra a su mujer.
Pasaban los días y ella puntillosa le recordaba sus responsabilidades y sus obligaciones matrimoniales; llevaban muchos meses sin hacer el amor. Toda vez que la mujer reclamaba a su marido, éste acababa alegando cansancio, que si tenía mucho trabajo, que si le hacía falta un descanso prolongado, a lo que la mujer le recordaba que siempre había tenido el mismo trabajo, que no le constaba que nada hubiera cambiado en ese aspecto. Eso sí, quien estaba cambiando era él...
Los esposos vivían solos, como se ha dicho, no tenían hijos. El ambiente se ponía cada vez más tenso y erarecido mientras la convivencia se iba deteriorando paulatinamente.
Sabía la mujer que siempre se había querido mucho; ella todavía seguía queriendo mucho a su marido. No podía descartar la posibilidad de que su esposo estuviera viendo a otra mujer; la sospecha más recurrente e inevitable en similares casos.
La mujer empezó a darle vueltas a todo. Sin que recordase cuándo había empezado todo, se vio hablando de lo mal que iba su matrimonio con gente que si le hubieran dicho meses atrás que lo haría, habría puesto sus objeciones. Aquello le alarmó sobre manera.
Decidió averiguar lo que hacía su hombre fuera de casa . Ayudada por otras dos mujeres, una amiga y una prima, la mujer montó una especie de dispositivo de vigilancia. Si el marido se iba para el fútbol, ellas, discretamente accedían disfrazadas al recinto deportivo.
Sin que sospechara absolutamente nada, las tres mujeres le hacía compañía camino de su trabajo, a una distancia prudencial. Luego ellas se metían en un bar en frente del lugar de trabajo del sospechoso, donde se turnaban hasta que el hombre terminaba su jornada labiral.
Si el hombre tenía que asistir al habitual torneo de damas, las tres mujeres esperaban apostadas en puntos estratégicos a que el hombre saliera; en el caso de que los hombres demoraran en finalizar el tornéo, las astutas señoras enviaban una rastreadora a echar discretamente un vistazo. Esperaban nerviosas a ver si el hombre tomaba un rumbo distinto al de su casa después de la partida.
Habían elaborado un código de lenguaje gestual tal que al irse al baño o a cubrir cualquier otra necesidad se avisaban entre sí haciéndose señales inaudibles, notificando al equipo la vacante en el puesto de vigilancia asignado.
El plan llevado acabo hasta ahora había funcionado rigurosamente bien; las mujeres lo ejecutaron con la sincronización y precisión de un reloj suizo. No hicieron nada al azar ni se dejaron descubrir por el presunto infiel.
Pero, como el plan, por muy perfecto que fuera, no lograba desentrañar el motivo del repentino cambio operado en el hombre, aquello acabó pareciendo una rutina de quinceañeras:salvo lo que bebían los hombres durante las partidas de damas, el marido nunca se desvió de su ruta al volver a casa, ni siquiera se paraba para comprar tabaco, pues no tenía necesidad; siempre iba bien provisto, a parte de que su proveedor de hoja de tabaco siempre pasaba por casa en fechas acordadas, y el señor no cambiaba para nada su marca de tabaco.
Visto que el plan no había dado resultado, la mujer se hundió en la más honda preocupación, la ansiedad y la congoja empezaron hacer mella en su ánimo. La chica que era toda ella alegría, de buen humor y eficiente en todo lo que hacía, ya se le quemaban las comidas en la cocina, se le olvidaban las cosas más triviales. Llegó a barajar la posibilidad de divorciarse; pero, enseguida lo descartaba.
La mujer no veía nada demasiado preocupante en los nuevos hábitos de su esposo después de las pesquisas que había llevado acabo sobre su vida fuera de casa. A su modo de ver, esa situación podía ser transitoria y posiblemente revertirse en poco tiempo; solo había que saber el cómo; pero, desafortunadamente aún no daba con la clave. En definitiva, no encontraba suficientes motivos para darle al problema una salida tan drástica como el divorcio. En fin, el amor estaba ahí.
Como medida de presión, se planteó la posibilidad de compartir techo con su marido, pero en camas diferentes. Esa opción también fue descartada porque lo seguía amando profundamente.
Le causaba mucha angustia la incertidumbre, no tenía realmente ni remota idea de lo que le ocurría a su esposo.
Había intentado sentarse hablar con él; pero, éste siempre le salía con evasivas o con respuestas lógicas pensando que la convencía. Pues no. Ya no era una niña y conocía bien a la persona con la que se había casado desde hacía algún tiempo, o al menos lo creía así.
***
Una mañana, poco antes del alba, la mujer que ya en los últimos ocho meses no pegaba ojo, se levantó mientras su hombre seguía durmiendo. Ella se duchó, arreglándose posteriormente como cuando tiempo atrás tuvo la primera cita con él. Las mujeres son tan detallistas en cosas del amor que recordaba perfectamente el lugar, la hora, el día de la semana, la fecha del mes que era y el año de la primera cita con el hombre que amaba.
Y es que a pesar de las tribulaciones, nuestra mente suele tener flashes de aquellos episodios en los que disfrutamos o fuimos felices en un momento dado, hermosas y nostálgicas situaciones se iluminan en nuestra mente. Había determinado pedirle el divorcio a su marido, en un último y desesperado intento por espabilarlo, porque en ningún momento se le había pasado por la cabeza romper su matrimonio.
A continuación se puso unos zapatos de tacón alto con la finalidad de que su marido se despertara mientras andaba por la casa haciendo ruido. A esa hora, cualquier ruido, por leve que fuera, se puede percibir a una distancia concreta con cierta intensidad, y puede resultar molesto, más aun durmiendo. El ruido que hacía la mujer caminando se filtraba por todas las aberturas de la casa, y cómo no, en la habitación matrimonial donde estaba determinada entrar y salir para obtener el fin que pretendía; era difícil que el señor no despertara. Al final lo consiguió.
El marido se revolvió en la cama mientras ella salía del cuarto y entraba de nuevo emitiendo profundos suspiros de fastidio, como si estuviera buscando algo que no encontraba.
El hombre se revolvió en la cama una y otra vez fastidiado. Emitió una especie de gruñido ahogado. Como a la mayoría de las personas, no le gustaba ser molestado mientras descansaba.
Se frotó los ojos; con los codos apoyados sobre las rodillas mantuvo la cara hundida entre las manos un buen rato.
- ¿Qué está pasando, mujer? -preguntó extrañado con ostensibles señales de cansancio al tiempo que se dío cuenta de que su mujer estaba elegantemente vestida para la hora y día que eran.
El hombre a penas podía abrir los ojos, arrugaba la cara como si le dolieran los ojos al parpadear, o como si le costara muchísimo levantar la ceja. Al darse cuenta la mujer que su marido había puesto los pies en el suelo, inmediatamente se dirigió al ropero que tenían empotrado al fondo de la habitación:
- Me voy a casa de mi madre –dijo ella-.
- ¿Le ha pasado algo a tu madre? -inquirió abrumado el esposo-.
-No, no le ha pasado nada –repuso la señora-. Quiero el divorcio –añadió a renglón seguido sin a penas inmutarse-.
El marido se puso en pie de inmediato como un resorte, quiso posar su mano sobre el hombro de su todavía esposa. Pero, ésta, con un brusco gesto se sacudió de él.
- ¿Cómo dices, mujer? -preguntó aún más extrañado- ¿qué ha pasado, querida?
- ¿Cómo puedes preguntar eso? -contravino la mujer airada con los brazos en jarra-. ¿Te crees que esto es vida? A penas me diriges la palabra, pasas más tiempo fuera con tus amigos que conmigo; me gustaría saber lo que está pasando, pero como no me hablas, prefiero irme de aquí, no soy una piedra ni mucho menos un mueble. ¡Quiero el divorcio! -gritó-.
Viéndose acorralado y sacudido emocionalmete, asustado por perder a la persona que más quería en el mundo, la repentina petición de divorcio de su esposa le sorprendió tanto que no atinaba hilvanar un pensamiento sesudo; el hombre sacudió la cabeza, se sentó de nuevo sobre la cama, los codos apoyados sobre las rodillas, las manos cubriéndole la cara, se le nubló la mente. Empezó a ver estrellas fugaces en el limbo de sus ojos cerrados...
- Lo siento mucho, te lo.... -empezó diciendo el marido-.
- ¿Eso es todo? -refunfuñó la esposa-, ¿qué crees que soy para ti?
- No me encuentro bien, querida -dijo el hombre con voz quebrada-.
-Ya era hora -tronó acalorada la señora-. ¿Cuándo me lo ibas a contar? Ya bebes cuando no lo hacías, vuelves a casa cuando te da la gana; pasas de la comida que preparo; te metes en la cama sin siquiera dirigirte a mí. ¿A quién he matado, querido esposo? -la mujer seguía desgranando las ascuas de la rabia que ardía dentro de ella-.
***
Bata estaba saliendo de su letargo, había amanecido. La pareja vivía en una calle muy transitada. Las conversaciones y discusiones de los madrugadore y trasnochadores ya se filtraban en la casa desde la calle; gente yendo y viniendo, el ruido de los autos, el canto de los pájaros dando la bienvenida al nuevo día con sus aletéos, el ladrido de algún perro..., indicaban que la ciudad iba adquiriendo su pulso.
El día se iba clareando; la joven esposa, en el lapso de tiempo transcurrido desde que le preguntara a su esposo a quién había matado para merecer su trato, un silencio sepulcral planeaba sobre la estancia. Llevaba un vestido azul oscuro con tirantes. El vestido ceñido a su talle resaltaba tanto sus seductoras formas: una cintura aerodinámica, las caderas como si hubieran sido moldeadas por los dioses, unas piernas de mujer esbelta definidas sobre unos tobillos escandalosamente bellos...
Cuando su marido levantó la cabezá de entre las manos, se giró, miró a su mujer, la vió, todavía plantada frente al armario; no pudo reprimir el llanto y empezó a llorar.
Entonces se lo dijo...
(Continuará)
Y continuó. El siguiente enlace le llevará al texto de la segunda parte de "No tienes ni remota idea de cuánto te quiero LIV":