Lo tenían decidido. Habían decidido caminar juntos para el resto de sus vidas.
Su nombre era Amelia, pero él acostumbraba llamarle Melina. Era la manera cariñosa de referirse a la mujer que le daba la vida.
Los dos procedían de familias humildes; los dos de caracteres contrapuestos, aspecto que compensaban con su amor, el cariño y la comprensión.
Una vida precaria se diluía en besos y a base de mucho amor y ternura.
Había días que no tenían ni qué comer si no fuera un café-miseria; o sea, agua caliente con azúcar, en dos tazas metálicas oxidadas.
Aun en su situación, todos los días hacían sus planes o los renovaban; se reconquistaban como si fuera la primera vez. Se prometían apoyo mutuo y amor para siempre, los dos solitos.
Solo tenían dos cucharas, dos tenedores, dos tazas oxidadas, dos marmitas, una amaca en el patio, un colchón de paja tendido en un camastro del que no cabía, pues la cama era mucho más grande que el colchón de paja.
Una de las abuelas de la chica les había regalado dos sábanas con estampados y un almohadón que sobresalía por los lados de las dos únicas fundas de almohada que tenían.
De día vivían sin luz eléctrica, solo podían engancharla de noche si el vecino que les enganchaba el cable estaba de buen humor con su esposa.
En su localidad, el paro que rondaba el diecinueve por ciento de una población entorno a trescientos mil habitantes, hacía más estragos en la gente joven, tanto que independizarse suponía una odisea.
Así es que no había manera de encontrar trabajo, salvo las ocasiones que algún amigo del chico lo llevaba al puerto marítimo de la localidad para trabajar de estibador en la carga y descarga de contenedores, por una paga mísera; una paga que solo les valía para comprarse la sal, desguaces de pollo, un kilillo de arroz y un poco más.
La parejita tenía que bajar el colchón del jergón al suelo para evitar el ruido del camastro; hacer el amor en ese camastro era arriesgarse al día siguien al cuchicheo, a las miradas y risitas insidiosas del vecindario, incluido el alcalde.
Hasta para hecer el amor en su propia casita tenían que ir como a hurtadillas.
A todas partes iban los dos enamorados cogidos de la mano. Daban verdadera envidia verlos juntos; cualquier logro que caía en aquél nidillo de amor, por mínimo que fuera, los enamorados lo celebraban como un triunfo en la lucha por su amor y por salir adelante, tanto que sus vecinos se preguntaban, por la alegría de la pareja, qué maná les habría caído del cielo.
Un día que el joven volvía del puerto con su amigo, como de costumbre; a pesar de tener el cuerpo molido por el duro trabajo de descargar contenedores, el hombre no esperó llegar a su casita; eso sí, su alma de hombre curtido en la vida precaria iba ardiendo en ganas por abrazar a su chica y darle la buena noticia:
el capitán del barco cuyos contenedores descargaban le había hecho una oferta de trabajo, porque le veía buena gente y buen trabajador.
A casi una milla de su casa, el hombre se despidió precipitadamente de su amigo y compañero de correrías y salió disparado al encuentro de su amada; a voz en cuello iba gritando:
¡Melinaaaa!..., ¡Melinaaaa!..., ¡Melinaaaa!..., ¡Melinaaaa!, ...
Lo que la quiero a mi chica, ¡Melinaaa!..., iba diciendo.
Aquélla noche, hasta la vivienda del alcalde llegó el triqui-traca, triqui-traca, triqui-traca que producía el camastro de la parejita mientras hacían el amor. Aquella noche, ya no les importó el qué dirá la gente...
Ya no tuvieron que pasar por las molestias de bajar el colchón de paja al suelo.
A la mañana siguiente el sol y el mundo les sonreían.
Hoy en día, viven con su prole en Durban, Sudáfrica; una propiedad privada a su nombre.
Dicen entre sonrisas de complicidad que se querrán hasta el final de los tiempos.
El narrador de su historia de amor les ha mandado una felicitación.