Los aldeanos de una comarca de la cuenca del Utamboni estaban perplejos por lo que consideraban el aconteciento del año en el pueblo. Era un litigio conyugal de cuyo desenlace estaban espectantes.
Una mujer había presentado un pleito contra su esposo ante la máxima autoridad del pueblo. El motivo: su marido no la pegaba.
Desde esa constatación, la mujer deducía la falta de interés, la falta de atención, la falta de celo marital; en definitiva, la guineana echaba en falta algo así como la mayor demostración de amor por parte de su marido.
El hombre, por mucho que insistiera querer a su mujer, no entendía pues por qué debía pegarla, ni que con ello demostrase cuánto la quería. La esposa, en cambio, había tenido que hacer huso de sus armas de mujer para conseguir lo que esperaba de su marido, y no terminaba de acertar en su empeño.
No lograba entender lo que consideraba trivialidades de su hombre cuando lo que estaba en juego era su felicidad en la certeza de que su esposo la quería realmente; debía demostrarlo haciendo ostentación de un inusual celo sobre todo lo que concernía a su esposa, como cuando ella tonteaba adrede con algún hombre.
Declaró la mujer que no estaba dispuesta a seguir viviendo de esa manera y acudió al jefe de poblado a presentar una demanda de divorcio. El jefe del poblado, por su parte, con todos sus recursos disuasivos y experiencia intentó mediar en el litigio sin mayores resultados.
La mujer no se avenía a razones tan simples; el hecho es que su marido no se alteraba para nada por demostrarle su amor como hacían otros muchos hombres de la comarca. Aquellos que iban siempre con el puño listo a la menor sospecha, al menor desliz de sus esposas.
Vista así la situación, el patriarca admitió a trámite la demanda y mandó citar al marido para una audiencia pública. Las sesiones de aquél tribunal consuetudinario demoraron como cuatro días antes de dictar la sentencia.
En el último día, ante la insistencia de la mujer en pedir el divorcio, el hombre apabullado y humillado porque su mujer lo llevara ante los tribunales por un asunto sin pies ni cabeza; y ante la más que probable separación y divorcio de su esposa, optó por la solución más expeditiva para no perder a su esposa.
Giró sobre sus talones, se dirigió en dirección a su esposa; y delante del presidente del tribunal, el secretario y los vocales, el hombre, como si estuviera poseído y a la velocidad de un rayo, estrelló una bofetón en la cara de su mujer.
Aquella manaza abarcó casi toda la cara. La cabeza de la mujer giró como si fuese de un muñeco, se le doblaron las piernas y se desplomó en el suelo perdiendo el conocimiento al instante.
Un silencio sepulcral se hizo patente en el tribunal, muchas mujeres presentes se llevaron las manos a la boca ahogando su estupor.
Cuando el tribunal dictó la sentencia, la mujer ni se enteró porque un sanitario había ordenado que la llevaran al centro de atención primaria para su reanimación.
Se supo posteriormente que a partir de ese día la mujer nunca más volvió a quejarse de su hombre.
Bk
El Muni