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El Muni

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La muerte es de color blanco.

Publicado en 14 Marzo 2015 por Bokung Ondo Akum in Africa-Sierra Leona

La muerte es de color blanco.La muerte es de color blanco.

Trabajé a su lado durante seis semanas. A decir verdad, siempre habían pasado desapercibidos porque no pertenecían a mi equipo de trabajo.

 

Pero las circunstancias hicieron que compartiésemos el mismo espacio físico: aquella tienda de campaña grande y cómoda que, ya a las once de la mañana, alcanzaba los 37 grados en su interior, y en la que sus dos ventiladores, lo único que hacían era zumbar y zumbar sin descanso.



 

 

El calor y la falta de actividad daban al espacio que ocupaban, alrededor de una mesa,  un tono monótono, anodino, olvidado, pesado y desolador.

 

Era un espacio de espera permanente en el que, en muchas ocasiones, se dormitaba sobre los brazos encima de la mesa. Era paradójico que cuanto menos trabajo realizaban, el control sobre la epidemia se incrementaba.

Su trabajo era el de acompañar y enterrar, con dignidad y respeto, a las víctimas del Ébola que sucumbían día tras día y, sobre todo, proteger al resto de la comunidad, aislando de manera minuciosa y estudiada los cuerpos altamente infecciosos en su último paso por este mundo.

 

Eran el Burial Team (equipo de enterradores): cuatro chicos y una chica que destacaba entre ellos por su carácter determinado y su físico robusto. 

Me sorprendía la discreción, el respeto, la frialdad, la meticulosidad y la mecánica de sus tareas. Todo empezaba con la comunicación formal de un fallecimiento y el mecanismo se ponía en marcha.



El ritual funerario

Más que un procedimiento del IPC (Control y Prevención de la Infección, por sus siglas en inglés), era el inicio de un ritual funerario: avisar al vehículo de transporte, coordinarse con la ambulancia, preparar los equipos de protección –guantes, traje especial, gafas, botas, desinfectante, pulverizadores de cloro, polvos de talco, cuerdas y cuatro palas–.

 

No faltaban nunca las bolsas de plástico de agua para refrescarse, ya que las horas de los entierros solían coincidir con la mitad del día y con las temperaturas más altas.

Todo en silencio, todo estudiado, todo el mundo conocía su tarea, no cabía nunca improvisación alguna. Desgraciadamente, lo habían practicado mucho durante el último mes.

Realizaban su actividad con una actitud distante, intrascendente, ajena, como intentando levantar una barrera emocional entre ellos mismos y el vecino o compatriota que dejaban en la tumba.

 

Quizás porque también pensaban que aquella bolsa blanca, con los datos básicos del fallecido escritos con un rotulador negro indeleble, que descendían a un hueco cavado en la tierra parda, podría en cualquier momento encerrar a alguno de los suyos o, incluso, a ellos mismos.

Durante el trayecto desde el centro de tratamiento hasta el cementerio, los dos vehículos –uno la ambulancia con el cadáver y el otro que transportaba al equipo de enterradores– circulaban siempre muy lentamente, quizás porque se quería  dar un trato de respeto al cuerpo que llevaban en su interior, quizás como medida de protección complementaria, quizás por un tributo a las víctimas que no verán nunca el fin de la epidemia.

 

O quizás también, como forma de pasar inadvertidos, al no poder ofrecer a la persona el entierro tradicional de esta tierra, que está por encima de las creencias religiosas.

En el cementerio esperaba siempre el imán, o el pastor, al que previamente se había avisado.


Una vez los motores se apagaban cuando se llegaba al cementerio, desparecían también el resto de los ruidos. Solo los murmullos de los pájaros, la brisa cálida o las ramas de los árboles se hacían notar, sin estridencias, siempre con respeto. Las personas que pasaban caminando al lado, se callaban, las motocicletas reducían su marcha y los soldados hacían un reverente saludo militar.

Y comenzaban los nuevos sonidos secos, difuminados, ajenos al entorno y acompasados del ritual: los cambios de ropa, las puertas de los vehículos que se abrían; las palas que se arrastraban; las bolsas que recogían la ropa para cambiarse, de nuevo, más tarde; las cuerdas que se entrecruzaban y la siempre presente palanca del “sprayer” (persona que rocía agua clorada para desinfectar), que, como con un susurro, iba desinfectando y, a la vez, protegiendo las puertas de la ambulancia, las palancas de apertura, la camilla de color naranja en la que se colocaría la bolsa con el cadáver y las manos enfundadas en guantes de los trabajadores. La encargada de esta tarea era la única chica del equipo.

 



Sin palabras, sin prisa

No había palabras, no había prisa. Quizás este tiempo fuese necesario para asumir y aceptar la, a veces, cruda condición humana.

Una vez retirada la bolsa blanca de la ambulancia, se colocaba en la camilla. El imán o el pastor rezaban sus oraciones. Todos rezábamos las plegarias ocupando el lugar de los familiares y amigos de la persona fallecida, quienes, dadas las condiciones del enterramiento y las circunstancias de la epidemia, no podían acompañarla.

Con dos cinturones, se ajustaba la bolsa blanca con el cuerpo a la camilla, a la vez que se introducían dos cuerdas de colores vivos en los cuatro soportes de la bolsa con el fin de facilitar su descenso al fondo de la tumba.

La camilla se ponía en marcha. Los cuatro compañeros la transportaban por un camino de tierra, estrecho, con multitud de raíces y troncos de árbol jóvenes recién cortados con los que había que tener especial cuidado para no enredarse, tropezar o rasgar los equipos de protección. El cementerio se había improvisado hacía solo unos meses para acoger a las víctimas.





Solo se oía el crujido de las botas negras de goma pisando las ramas sueltas y la tierra  excavada y amontonada hacía pocos días. Ni una palabra, ni un canto perdido de ave. Solo silencio.

Nuevas oraciones y el descenso del cuerpo a la tumba. A continuación, el cadencioso movimiento de tierra y palas sin cesar…., con urgenc
ia tácita, con ese sonido seco que producía la herramienta cuando arrastraba la tierra y chocaba contra las piedras.

La tierra que era devuelta de nuevo al hueco que había sido cavado, golpeaba el plástico de la bolsa, de manera sorda. Esta, a su vez, de manera progresiva, se sumergía y desaparecía de este mundo.

Finalmente, una rama cortada con unas señales, se clavaba en vertical en la cabeza de la tumba. En pocos días habría una placa de color negro, con letras blancas, con un nombre, una edad de fallecimiento, una procedencia y un número de identificación.

El equipo se retiraba con el mismo cuidado. Luego, la desinfección de botas a la vuelta del camino y un nuevo “sprayer” de guantes.

Ahora todo iba más deprisa: recogida de materiales, tragos de agua, desinfectante en las manos antes de subir nuevamente a los coches…. Y vuelta al centro.

Y decidí que era importante y necesario un reconocimiento profesional de esas personas que vivían anónimas dentro del centro de tratamiento y que posiblemente nunca habían oído algo parecido a: “Buen trabajo. Sois unos grandes profesionales. El centro de tratamiento debería estar orgulloso de vosotros”.

 

 

 

 

Fuente: mnd / Por José María Freire, psicólogo de Médicos del Mundo en Sierra Leona.

 

 

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