El pueblo tenía una juventud alegre, muchos niños, algunos bastante traviesos como lo suelen ser algunos a esa edad. Los juegos de los adolescentes llevaban a estos adentrase en los bosquecillos colindantes al pueblo, o bien sus incursiones en colocar sus trampas para pájaros hacían necesaria sus aventuras en la selva. Un río atravesaba el pueblo mientras otro lo medio circundaba; cuando esos dos ríos se encontraban, formaban un único caudal bastante considerable, tal que cuando las crecidas en época lluviosa, lo que parecía un remanso de aguas que a penas corrían río abajo, acababa convirtiéndose en vistante hostil en las casa cercanas a la orilla.
Si embargo, durante el estío, el caudal de los dos ríos se reducía muchísimo dejando al descubierto grandes piedras como si de menhires tumbados se tratara.
Un gran árbol tumbado de orilla a orilla sobre el río permitía que la gente pudiera cruzar el río. A menudo, cuando volvían los chavales de sus incursiones decían haber visto una gran serpiente tomando el sol sobre una de esas grandes piedras.
Los chavales narraban que la serpiente de una familia de ofidios no determinada tenía una gran mancha carmesí sobre su cabeza. La existencia de dicha serpiente ya se había extendido en pueblo y circulaba además el rumor de que pertenecía a alguien. En realidad era una serpiente fetiche, algo así como un totem vivo.
La serpiente se alimentaba de placentas humanas, de la sangre menstrual, de bebés muertos al nacer y de todo tipo de restos biológicos.
El animal pertenecía a un destado brujo del pueblo que había tenido una sola hija, Adjabeyeng. Antes de que el hombre muriera le hizo venir a su hija desde Bata para legarle sus poderes. Después de la ceremonia de intronización o de iniciación al mundo de las tinieblas y de la brujería la chica volvió a la ciudad a seguir con sus estudios.
Cuando años más tarde le notificaron la inminente muerte de su padre, la chica decidió volver a su pueblo junto a su progenitor. Adjabeyeng era hija única como ya se ha dicho, una joven que había vuelto al pueblo tras la muerte de su padre. Al parecere el hombre se había lastimado en su última salida incursión al mundo de las tinieblas y se esperaba que expirara en cualquier momento. Su agonía duró lo que tardó su hija en reunirse con él. No podía dejar el legado en manos ajenas.
Aquél hombre tenía a su merced la vida y la muerte; pues, no solo podía inferir el mal, también era curandero y sanador. Tenía un conocimiento extraordinario de las hierbas medicinales, de los ungüentos, de las infusiones, de los venenos naturales de todo tipo. Dominaba la selva como nadie. Tenía un poder que venía legándose de generación en generación.
Se decía en el pueblo que su serpiente entraba a dormir con él en su casa por las noches, cosa que nadie pudo decir haber visto realmente. Su maligna actividad, si se daba el caso, solo podía ser parada por otro especialista tanto o más que él.
De hecho, se dijo que su muerte fue debida a la intervención de un entendido en artes brujeriles, un hombre que hacía lo que en fang se llama "nguí". Dicho personaje, según se sabe, salía por las noches con un cuerno de animal desconocido, con la piel de una pantera sobre los hombros. El cuerno tenía practicado un agujero un poco antes de la punta donde colocaba la boca e iba pitando en la nonoche como si de una trompeta se tratara. Lo hacía en la hora de mayor concentración de brujos y brujas y les aguaba la fiesta.
Adjabeyeng había estado haciendo el bachillerato en Bata cuando un hombre entró en su vida. Lo que pasó es que el hombre estaba casado y no quiso dejar a su mujer ni casarse con Adjabeyeng en poligamia como hacen muchos hombres en esas latitudes.
Después de que quedara embaraza, le suplicó al hombre de que se caran, pero aquél declinó el ofrecimiento de la muchacha, alegando que no quería romper su matrimonio.
- ¿y por qué estás conmigo? -le preguntó la chica al hombre-.
- No hay nada que no supieras al respecto desde el mismo día que empezamos la relación -le respondió en hombre con brusquedad-.
- Estoy embarazada -le dijo-.
- ¿cómo ha podido ser eso si llevabas acabo un tratamiento anticonceptivo? -preguntó el otro- Yo mismo te he estado costeando ese tratamiento -siguió diciendo el hombre -.
- Dejé de tomar la píldora -dijo Adjabeyeng-.
- ¿Por qué no me lo digiste? ¿Se puede saber por qué lo hiciste sin avisarme? -preguntó el hombre, visiblemente alterado-.
- Por amor, lo hice por amor. Yo esperaba que te alegrarías, pero ya veo que me equivoqué -dijo la chica con mucha tristeza-.
- No tenías ningún derecho en ocultarme una cosa así, al fin y al cabo voy a ser el padre, o es que lo ibas a tener en secreto hasta que nazca el bebé.
La chica empezó a llorar desesperadamente cuando el hombre se levantó, salió de la casa dando un portazo. Antes de que desapareciera de su campo de visión, Adjabeyeng hizo un último es fuerzo por dirigirse al hombre que hasta entonces era su amante. Desde la ventana de la casita donde vivía le dijo:
- ¡Te acordarás de mí!, ¡tendrás noticias mías! -le gritó-.
(...Continuará)