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El Muni

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Encantos africanos: mi mujer y yo éramos los únicos blancos.

Publicado en 19 Agosto 2015 por Bokung Ondo Akum in Africa

Encantos africanos: mi mujer y yo éramos los únicos blancos.

 

 

Aquella noche, en la estación de autobuses de Tanga (Tanzania), tuve suerte. Me acerqué a quienes jugaban al ajedrez sentados en el suelo.

 

Invitado a participar, acepté, y en el diálogo paralelo resultó que uno de ellos, Yahmi, era el conductor de un matatu (minibús) que iba a Kenia por la mañana. Esas partidas fueron el nexo de unión de dos de los viajes más extraordinarios –y baratos– de mi vida.

 

Habíamos llegado desde Arusha en dos asientos de un autobús desvencijado y repleto de cuerpos acostumbrados a un traqueteo infernal durante horas. A partir de Moshi (base de las excursiones al Kilimanjaro), mi mujer y yo éramos los únicos blancos.

 

Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.
Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.
Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.
Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.
Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.
Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.
Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.
Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.
Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.

Imágenes de Costa Swahili.- El Muni.

 

La música reggae de la radio del chófer era cansina, y el calor húmedo, asfixiante; además, la mano de una pastora masái apoyada en mi respaldo olía a leche de cabra; y otra señora, gordísima, iba apretada contra mi rodilla derecha.

 

Sin embargo, el asombro causado por los espectáculos que se sucedían ante nosotros compensaba con creces las penurias.

 

En África, las estaciones grandes de autobuses son un teatro trepidante, o quizá mejor un circo, en el que cada uno exhibe lo que tiene ofreciéndolo a los pasajeros, que desde las ventanillas compran fruta, huevos duros, palomitas, refrescos, bolsas de plástico, fundas para móviles…, y he dejado para el final a la gran estrella: una señora que llevaba un zapato en equilibrio sobre su cabeza. ¿Para qué? ¡Para que supiéramos que vendía zapatos, obviamente!

 

En cada parada seguía entrando gente, como si el autobús fuera un chicle de extensión ilimitada. También rozaban lo imposible las contorsiones del cobrador para hacer su trabajo, restregando su cuerpo sudoroso contra el de los pasajeros levantados, obligados a echarse encima de los sentados para dejar paso. Pero nadie se quejó durante las siete horas de trayecto.

 

En África eso es normal, y también que una habitación limpia y cómoda en la estación de Tanga (puerto comercial muy tranquilo, lejos de las rutas turísticas) nos costase 10 euros.

 

Después de instalarnos conocí a Yahmi, quien, tras unas horas de ajedrez, me vendió los dos asientos pegados al conductor en el viaje de primera hora de la mañana hasta Mombasa (Kenia), por la Costa Suajili, una de las más bellas del mundo; cuatro euros cada uno, por 200 kilómetros en cuatro horas.

 

El bienestar de cientos de millones de personas en África depende de a qué distancia está el agua.

 

Nos despertó primero el canto del muecín a las cinco de la mañana, y el del gallo una hora después. Ese viaje, que empezó a las siete, fue maravilloso, a pesar de los farragosos trámites del paso de la frontera de Lunga Lunga, que se hace a pie.

 

La carretera de tierra roja atravesaba palmerales sin fin y poblados compuestos por cabañas de paja y barro cocido. Era domingo, y los nativos vestían sus coloridas galas, mientras los niños correteaban por doquier, entre cabras y vacas.

 

Sin luz eléctrica en sus casas, no es arriesgado afirmar que esa gente es feliz, porque el bienestar de cientos de millones de personas en África depende de a qué distancia está el agua, y si la hay todo el año.

 

Su cercanía se traduce en huertas y árboles frutales; su lejanía, en que las mujeres (nunca los hombres) invertirán gran parte del día en ir a por agua, lo que sin duda reducirá la felicidad familiar.

 

A esa visión idílica siguió la fascinación de la mágica Mombasa, la capital suajili por antonomasia, moldeada por el comercio marítimo secular con India y Arabia.

 

Tampoco olvidaré lo que me dijo Yahmi al despedirse: “Usted recordará siempre este viaje. Y yo nuestras partidas de anoche, que me permitieron conocerle mejor que varias horas de charla. El ajedrez es un lenguaje universal”.

 

 

 

Fuente: elpaissemanal@elpais.es

Edición: Bk

 

 

 

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