A medida que pasaban los días y no llegaba el dibujante, mi reencuentro con la chica de Bata se iba alejando cada vez más en el tiempo, tanto que nuestras ganas por estar juntos incrementaban como en una progresión geométrica.
Cada dia que pasaba, cada noche en vela, sin la chica de Bata, era casi un martirio.
Nuestra dependencia al teléfono por estar conectados era como del alvéolo pulmonar al oxígeno, casi obsesiva.
Parecía que me iba a morir asfixiado si la chica de Bata no me oxigenaba día y noche, bien a través de la fibra óptica, bien a través del teléfono móvil.
Las escasas horas que no estábamos en línea resultaban ser tan angustiosas y pesadas que optamos por no apagar más el teléfono hasta que me fuera a reunir con ella.
Así estuvimos las veinticuatro horas del día conectados por teléfono en todo el tiempo que demoré en reunirme con la chica de Bata.
En todo momento, tanto la chica de Bata como yo, sabíamos la una lo que hacía el otro y viceversa, así como dónde estabamos en cada instante.
Yo sabía y me enteraba cuando la chica de Bata entraba en el cuarto de baño, cuándo se desnudaba, cuándo se metía bajo la ducha, el chorro de agua, como una suave cascada rociando su lustrosa piel suave de mujer. Yo lo escuchaba todo como ella hacia otro tanto.
Me hablaba prácticamente de todo, a veces, sin necesidad de decir nada, pues estaba conectado a ella como ella a mí por teléfono.
De vez en cuando emprendíamos una conversación de manera espontánea. Siempre teníamos algo que decirnos.
Salvo las obligaciones de cada uno, nuestras charlas eran como las epopeyas nacionales que no tienen un final claro; habían desterrado el aburrimiento, la desidia y el astío.
Nos íbamos al mismo tiempo a la cama. Si ninguno de los dos se había cepillado los dientes antes de dormirnos, la chica de Bata escuchaba desde su móvil el roce del cepillo contra mis dientes, como yo le oía enjuagarse la boca.