Carta
Estaba como en una burbuja de aire, en una nube; del mundo de allá sabía solo lo poco que de él interesaba, el resto me patinaba solo porque mi verdadero mundo eras tú.
Los días, las semanas, los meses y los años pasaban y pasaban y conmigo se iban; lo que no recuerdo bien es si conmigo volvían porque yo sigo aquí, en la última estación, donde nadie recuerda cuándo fue la última vez que pasó el último tren, ni cuándo de nuevo pasaría. No pienso seguir viajando.
Renací de tus besos, de tus abrazos, untado en indescifrables susuros, ternura; mi cara en tu pecho hundida, abrigo de mi vida; mis labios, el néctar, tu ombligo sorbiendo. Esta carne de mujer, maná, ángeles a los hombres, sabiduría de los dioses hecha carne, el don de los dones...
¿De quién estoy hablando?
Un instante al borde del precipicio, alma mía, casi se me escapa por los resquicios de tu ausencia; instantes amargos atenazan mi existir cuando se vuelven las tornas y la princesa rescata al príncipe al borde mismo, el acantilado en el ocaso de las ilusiones.
Sigue tratándome así de bien cariño y me creeré dueño del mundo.
Anoche te estaba besando, tú no estabas; la noche de ayer hacíamos el amor bajo las cascadas del río de mi pueblo, no estabas conmigo.
Antes de ayer, te iba persiguiendo entre el maizal de tu tía, y no estábamos juntos...
Yo te quiero con la mente, imagino, te busco, te encuentro. Eso es el querer, cariño. Quererte de cuerpo presente lo mismo ha de ser en tu ausencia, la mayor manifestación de amor, gesta que una mente enamorada puede experimentar; de otro modo, no te querría si no pudiera amarte en tu ausencia.
Iba cantando triste, camino a mi pueblo. Volvía de la plantación, cosecha arrasada, ninguna pieza en las trampas, la misma suerte corrí con los aperos de pesca, en el río de las pasiones inconfesables.
Tal vez tendría mayor fortuna más adelante; a punto estuve de llegar a la rivera de la eternidad y me dijeron que te habías marchado.
¿Quién puede imaginarse tanta angustia y frustración juntas? La mujer que andaba buscando... Mi pobre alma afligida se hundió en la melancolía.
A punto estuve de desintegrarme entre mis penas; alma que lleva el diablo enfilé camino a casa; truenos y rayos me perseguían.
África parecía haberse cambiado de ubicación, succionada por fuerza cósmica de proporciones apocalípticas. Mi espíritu me abandonó; sin ti a mi alcance, preferí, alma mía errante en tu busca.
Y después, como si estuviera yo saliendo de una pesadilla, me estabas esperando, de espaldas y sentada sobre un viejo madero: las mariposas aleteando a tu alrededor, los pájaros cantándole al nuevo día; las abejas, frenéticas, succionando el néctar de las flores; juncos y cañaverales al son del plácido viento sucumbían...
En ningún instante dudé, porque de inmediato supe que eras tú. Mis pisadas sentiste cuando giraste la cabeza.
Cuando mi mirada en la tuya se hundió, supe que rayos y truenos tu vuelta anunciaban; no te había perdido y supe que eras mía; supe cuánto te necesitaba, supe cuánto te deseaba...
Ese beso, ¡ay dios, ese beso!
Mi abuelo habría ido a tumbar okumes; a su vuelta nos habría encontrado abrazados.
No recuerdo ni cómo nos quitamos la ropa, solo estábamos pegados el uno a la otra, respirando agitadamente tenías tu cabeza sobre mi pecho, mientras te acariciaba suave el ombligo.
¿Recuerdas si teníamos hambre?
Yo, si tenía hambre, mi apetito se había esfumado, comeríamos otro día porque el mundo terminaba después de nuestro beso...; quererte, desearte, amarte..., inaplazable.
Por no saber, no sabría ni cómo describir lo henchido que me siento con tu sola presencia.
Estés donde estés, el solo saber que mis sentimientos a los tuyos ligados viven para siempre, el mundo me tiene sin cuidado porque mi mundo eres tú.